Comentario del Evangelio

Comentario del Domingo XI del Tiempo Ordinario | Marcos 4,26-34

En este Domingo XI del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

Las dos parábolas de este domingo tienen en común el símbolo de la germinación, de la fuerza de la vida naciente. Jesús ve así su obra. Jesús proclama la cercanía del Reino de Dios. El Reino de Dios comienza como un gran tiempo de cosecha.

“Cristo, para hacer la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el Reino de los cielos” (Concilio Vaticano II. LG 3). La voluntad del Padre es “elevar a los hombres a la participación de la vida divina” (LG 2). Lo hace reuniendo a los hombres en torno a su Hijo, Jesucristo. Esta reunión es la Iglesia, que es sobre la tierra “el germen y el comienzo de este Reino” (LG 5).

Cristo es el corazón mismo de esta reunión de los hombres como familia de Dios. Los convoca en torno a Él por su palabra. A esta unión con Cristo estamos llamados todos los hombres de todas las naciones a entrar en el Reino.

“En aquel tiempo dijo Jesús a la gente: «El Reino de Dios se parece a un hombre que echa la semilla en la tierra: Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la cosecha»”.

Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza. Por medio de ellas invita a crecer en el conocimiento y el amor del Señor, pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo. Las parábolas son como un espejo para cada uno de nosotros: ¿Yo acojo la Palabra como un suelo duro o como una buena tierra? 

Es preciso entrar en el Reino, hacerse discípulo de Cristo para conocer los Misterios del Reino de los cielos. Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús: «La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega» (LG 5).

Jesús es el hombre que siembra la semilla viniendo en carne mortal al mundo para sembrar el Evangelio y fundar la Iglesia. El Reino es una realidad que ya está irrumpiendo en la vida de los contemporáneos de Jesús. Es una realidad naciente, germinante, formidable, invencible. El Reino es un proceso, es un brote que va creciendo hasta la cosecha, hasta el fin de los tiempos.

De esta manera dijo Jesús que el Reino de Dios es como una semilla viva. Sembrada en un alma, sembrada en el mundo, crece con un lento, imperceptible, pero continuo crecimiento. Así ha crecido la historia de los santos, naturales, sencillos, como la semilla en el campo. Ese dejarse crecer es la santidad.

San Gregorio Magno lo formula con bella precisión en su comentario a esta parábola: El hombre arroja su semilla en la tierra cuando pone su corazón en un buen deseo. Y, hecho esto, debe apoyarse en Dios, descansando en la esperanza. Se acuesta al atardecer y se levanta por la mañana, porque va progresando en medio de los éxitos y los fracasos. La simiente germina y crece sin que él lo sepa, porque, sin que él pueda recoger todavía el fruto de sus progresos, la virtud, una vez puesta en marcha, camina hacia su realización. La tierra da fruto por sí misma, porque el alma del hombre, ayudada por la gracia, asciende por sí misma hacia el fruto de las buenas obras. Y esta misma tierra produce en primer lugar la caña, después la espiga y por último los granos de la espiga. Producir la caña significa que todavía se siente cómo la buena voluntad es débil. Llegar a la espiga quiere decir que la virtud se está desarrollando y nos empuja a multiplicar las buenas obras. Y la plenitud de los granos en la espiga significa que la virtud ha hecho ya tales progresos, que hemos llegado a la plenitud de la acción y de la constancia en el cumplimiento del deber. Cuando el fruto está maduro, se mete la hoz, porque todo es cosecha de Dios, una mies que le pertenece.

Junto a la mies que crece pone Jesús otra paradoja de este Reino de Dios: crece pero sigue siendo pequeño; su grandeza está precisamente en su pequeñez.

“Dijo también: «¿Con qué podemos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos? Es como un grano de mostaza. Al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden cobijarse y anidar en ella»”.

La idea del Reino de Dios como un árbol que crece es ya muy típica del antiguo testamento. La encontramos en el libro de Daniel, en el sueño de Nabucodonosor: “Y vi un árbol en el centro de la tierra, exageradamente alto. El árbol creció, se hizo fuerte; su altura tocaba al cielo y se veía desde los confines de la tierra. Y las aves del cielo anidaban en sus ramas” (Dn 4, 7‑9).

El centro de esta parábola es la antítesis entre la pequeñez de la semilla y su florecimiento en el Reino escatológico.

El objetivo de esta parábola es demostrar la fuerza expansiva de la semilla del Reino de Dios que trajo al mundo Jesús. La fuerza de la semilla es inmensa y vencerá todos los obstáculos, aunque aparezca pequeña.

El grano de mostaza representa a Jesucristo, enviado por el Padre en condición de siervo pobre, pequeño y humilde. Representa también a los apóstoles y discípulos que Jesús eligió para su obra.

Las aves que se cobijan en la mostaza son todas las gentes de todas las razas, naciones y culturas que han ido entrando en la Iglesia a través de los siglos, para recibir sus beneficios. Pero hay que subrayar que ese florecimiento del Reino se producirá al otro lado de la historia, en el final de los tiempos. La fuerza de ese árbol creciente sólo puede estar en la realización del evangelio en las vidas de los hombres y las sociedades. No es, pues, el número lo que hace crecer el árbol, sino la fidelidad al evangelio. Así, la debilidad de la Iglesia es su grandeza.

“Con muchas parábolas parecidas les exponía la Palabra, acomodándose a su entender. Todo se lo exponía con parábolas, pero a sus propios discípulos se lo explicaba todo en privado”.