Comentario del Evangelio

Comentario del Domingo XII del Tiempo Ordinario | Marcos 4,35-40

En este Domingo XII del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

El milagro de la tempestad calmada es una de las narraciones más dramáticas y emocionantes de los evangelios;  es como una parábola en acción en la que se mezcla la realidad del hecho con una gran carga simbólica que nos lleva a una enseñanza que se desprende del prodigio. Jesús va a demostrar a sus discípulos, con este hecho portentoso, lo que puede una sola palabra de su boca. Así comprenderán el poder  de la Palabra que se les confía.

Jesús había estado ese día predicando las parábolas sobre el Reino de Dios, ha disputado con los escribas y fariseos, ha curado enfermos, las gentes  le siguen a todas partes y, de improviso, “al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: Vamos a la otra orilla. Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban”.

Jesús busca tiempos más tranquilos, de mayor intimidad, para educar a sus apóstoles. Dice san Juan Crisóstomo: “Quiso Jesús llevarse consigo a los discípulos por dos motivos: Para que no se amedrentaran en los peligros y para que sintieran moderadamente de sí  en los honores”.Porque los que siguen de cerca al Señor deben estar siempre preparados para pasar toda suerte de trabajos; y los que colaboran con Cristo en la obra de la redención deben confiar más en la fuerza de quien los envía que en sus cualidades personales y en la cuantía de su trabajo.

“Vamos a la otra orilla”.  Deja Galilea y pasa a la región pagana de los gerasenos, país donde la palabra de Dios no ha sonado todavía, donde viven nuevos creyentes en potencia, donde hay posibles nuevas conversiones.

“Se levantó un fuerte huracán y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua”.

El mar estaba en calma cuando partieron. Pero poco después, inesperadamente, estalló la tormenta. Densas nubes negras se amontonaban en el horizonte. Soplaban ráfagas de viento de violencia extraordinaria que descendían de las montañas. La barca era sacudida por furiosas olas.  El agua entraba en la barca y la ponía en peligro de hundirse. Los apóstoles, que eran buenos pescadores, veían en peligro sus vidas ante estas aguas, ahora enemigas.

Comenta Orígenes: “No se produjo esta tempestad por sí sola, sino que la suscitó el poder de Dios, que ‘hace subir las nubes desde el horizonte, con los relámpagos desata la lluvia, suelta los vientos de sus silos’ (Salmo 134,7). Hizo Dios una gran tempestad para hacer un gran obra”. De donde debemos aprender que en los planes de Dios, de grandes males se sacan grandes remedios; que el Señor permite que haya males para sacar de ellos grandes bienes, a que no existan males.

Lo imprevisto de Dios. Dios desconcertante. ¿Acepto yo dejarme conducir por Dios, hasta no saber adónde me va a llevar?

Jesús, fatigado y cansado del duro trabajo del día, “estaba a popa, dormido sobre un almohadón”; y esto era lo que no podían entender los apóstoles, que en medio de su angustia y desesperación les parecía que iban a perder la vida; por eso, “lo despertaron diciéndole: Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?”, ¿no te llega al alma que las olas nos traguen? Admirable escena.  El duro reproche refleja bien la queja de que Jesús no hiciera nada ante esta trágica situación. Los apóstoles no le piden a Jesús, le exigen, con invocaciones breves y sentidas, que actúe como poderoso taumaturgo.

Dios aparentemente parece que nos abandona para que sintamos más nuestra profunda miseria y su gran poder; porque sin Él no somos nada, y esto lo comprendemos mejor cuando estamos sin Él. Cuando nos aceche la tentación, llamemos con voz apremiante al Señor, que venga en nuestro auxilio: Él despertará, y nos salvará.

“Él se puso en pié, increpó al viento y dijo al lago” como si fuera una persona viva: “¡Silencio, cállate!”  Son las mismas palabras que Jesús empleó para liberar al endemoniado de Cafarnaúm. Y es que para san Marcos no hay diferencia entre exorcismos, curaciones y milagros de la naturaleza; es el mismo poder el que encadena a los endemoniados y el que agita las aguas del lago, aguas que son, a la vez, materiales y espirituales.

En este episodio se pone de relieve la doble naturaleza de Jesús: duerme como hombre y manda como Dios.

“El viento cesó y vino una gran calma”, ese dramático silencio que sobreviene a la tempestad. El tiempo del cristiano es el de Cristo resucitado que está con nosotros todos los días, cualesquiera que sean las tempestades que la vida nos depara. Quien tiene poder para permitir que fuerzas ajenas a nuestra voluntad sacudan nuestra vida, es igualmente poderoso para apaciguar todos nuestros tormentos, y devolvernos una paz tan dulce como amarga ha sido nuestra conturbación. Nuestro tiempo está en las manos de Dios.

“Él les dijo: ¿Por qué son tan cobardes? ¿Aún no tienen fe?”.

Tenían fe, por eso habían acudido a pedir su ayuda, pero su miedo es más grande que su fe. Habían visto muchos milagros, pero ahora el peligro de sus vidas les había hecho olvidarse de todo. Así somos.

Jesús nos enseña a vivir la fe con la audacia de los hijos de Dios. Tal es la fuerza de la fe  que “todo es posible para quien cree” (Mc 9, 23). Jesús se entristece por la poca fe de sus discípulos, por nuestra falta de fe.

“Se quedaron espantados y se decían unos a otros: Pero ¿quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”.

En el grupo de los discípulos se plantea la cuestión esencial sobre la persona de este joven Maestro: “¿quién es éste?”.  Los apóstoles se llenan de temor ante el misterio de Jesús. Ellos le veían como un hombre más, como ellos, pero también era mucho más. Jesús realiza los milagros directamente, actuando en nombre propio. Y así lo entienden los que ven los prodigios. Y todos ven su absoluta serenidad, la ausencia de toda crispación, de toda inseguridad o duda antes de hacerlos, la falta de todo asombro o extrañeza cuando los ha hecho. Los apóstoles manifiestan sentimientos mezclados de maravilla, de admiración  y temor ante sus palabras, ante sus obras y, sobre todo, ante su persona. Intuyen que seguir a este hombre significaba que entrarían a formar parte de una aventura incierta, que perderían sus vidas. Pero, misteriosamente, se sentían felices de ello.

Jesús con este prodigio quiere enseñar algo a sus apóstoles y a nosotros. En la Biblia el mar era siempre un símbolo del mundo inquieto y pecaminoso y el poder de Dios se expresaba precisamente diciendo que era Señor de los vientos y de las olas. Que la barca en medio de la tormenta, como escribió Tertuliano, “representa una figura de la Iglesia, mientras está perturbada en el mar, es decir, en el mundo, por las olas, es decir, por las persecuciones y tentaciones, mientras el Señor duerme pacientemente, por así decirlo, hasta que por fin se ve despertado por las oraciones de los santos. Él revisa el mundo y restaura la tranquilidad por sí mismo”.

Los apóstoles comprendieron que les tocaría vivir en las aguas agitadas del mundo y que Jesús estaría siempre en la barca de la Iglesia, aparentemente dormido, pero siempre presente y poderoso.

Contigo, Señor, ¿a quién temeré?

LEE TAMBIÉN | Comentario del Evangelio