Comentario del Evangelio

Comentario del Domingo XIV del Tiempo Ordinario | Marcos 6,1-6

En este Domingo XIII del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

“En aquel tiempo, fue Jesús a su pueblo en compañía  de sus discípulos.

He aquí de nuevo a Jesús en Nazaret.

Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga”.

El Evangelio relata numerosos incidentes en que Jesús fue acusado de quebrantar la ley del sábado. Pero Jesús nunca falta a la santidad de este día, lo vemos cómo ese día enseñaba en la sinagoga, sino que con autoridad da la interpretación auténtica de esta ley: El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado. Con compasión, Cristo proclama que es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal. El sábado es el día del Señor de las misericordias y del honor de Dios.  Él es Señor del sábado, porque sabe que cuando llegue su Reino, allí todos los días serán sábado, porque todos los días serán de Dios y de la alegría.

El Catecismo nos enseña: El domingo se distingue expresamente del sábado, al que sucede cronológicamente cada semana, y cuya prescripción litúrgica reemplaza para los cristianos. Realiza plenamente, en la Pascua de Cristo, la verdad espiritual del sábado judío y anuncia el descanso eterno del hombre en Dios. Porque el culto de la ley preparaba el misterio de Cristo, y lo que se practicaba en ella prefiguraba algún rasgo relativo a Cristo.

«Los que vivían según el orden de cosas antiguo han pasado a la nueva esperanza, no observando ya el sábado, sino el día del Señor, en el que nuestra vida es bendecida por Él y por su muerte» (San Ignacio de Antioquía).

La celebración del domingo cumple la prescripción moral, inscrita en el corazón del hombre, de “dar a Dios un culto exterior, visible, público y regular bajo el signo de su bondad universal hacia los hombres” (Santo Tomás de Aquino). El culto dominical realiza el precepto moral de la Antigua Alianza, cuyo ritmo y espíritu recoge celebrando cada semana al Creador y Redentor de su pueblo”.

“La multitud que lo oía se preguntaba  asombrada: ¿De dónde saca todo esto? ¿Qué sabiduría es ésa que le han enseñado?¿Y  esos  milagros de  sus manos?” Sus paisanos se asombran cuando lo oyen predicar, se maravillan que se exprese con tanta facilidad, de que hable con autoridad. Todos reconocen que habla como nadie ha hablado, con la misma majestad con la que realizaba prodigios. Pero esta aprobación inicial no duró mucho. Pronto nacieron las dudas, las sospechas, la envidia, la incredulidad.

“¿No es éste  el carpintero, el hijo de María?”.

Dios envió a su Hijo, pero para formarle un cuerpo quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, una virgen desposada con un hombre llamado José; el nombre de la virgen era María. Dando su consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y, aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo, para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención. Aquél que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda persona de la Santísima Trinidad. Por eso, la Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios.

 “¿Hermano de Santiago y José y Judas y Simón? ¿Y sus hermanos no viven con nosotros aquí?” La Iglesia siempre ha entendido este pasaje como no referido a otros hijos de la Virgen María;  Santiago y José son los hijos de una María,  discípula de Cristo,  que se designa de manera significativa como la otra María. Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión conocida del Antiguo Testamento.

“Y esto les resultaba escandaloso”.

Dice Guardini: “El escándalo es la expresión violenta del resentimiento del hombre contra Dios, contra la misma esencia de Dios, contra su santidad, es la resistencia contra el ser mismo de Dios… Es el pecado en su forma más elemental que espera la ocasión de actuar… El escándalo se suele ocultar dirigiéndose contra un hombre de Dios: el profeta, el apóstol, el santo, el profundamente piadoso. Un hombre así es una provocación”.

Vemos a Jesús cómo sufre la incomprensión por parte de sus parientes y amigos; el corazón de Jesús tiene que comprobar por experiencia propia la amargura de la desafección de los suyos, hasta tal punto que “les dijo: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa”. Verdaderamente Jesús es el profeta por excelencia, pero es más que un profeta, es la misma Palabra de Dios encarnada,  que al hacerse hombre viene a encontrarse con los hombres y enseñarles la verdad.

Nosotros por el bautismo somos constituidos profetas. Cristo ahora realiza su función profética por medio de nosotros. Él nos hace sus testigos y nos da el sentido de la fe y la gracia de la palabra.

“Enseñar a alguien para traerlo a la fe es tarea de todo predicador e incluso de todo creyente”, decía Santo Tomás de Aquino.

Los cristianos cumplimos también nuestra misión profética evangelizando, con el anuncio de Cristo, comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra, en las condiciones generales de nuestro mundo, buscando ocasiones para anunciar a Cristo con la palabra, tanto a los no creyentes como a los fieles, prestando nuestra colaboración en la enseñanza catequética, en los medios de comunicación social… etc.

Ser profeta es hablar en nombre de Cristo, anunciando la verdad y denunciando sin miedo la gravedad del pecado que daña profundamente al hombre.

“No pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó  enfermos, imponiéndoles las manos”.

El milagro supone la fe. Sin fe el milagro no significa nada. La fe es necesaria para comprenderlo, para recibirlo.

Imponiendo las manos Jesús cura a los enfermos. En su Nombre, los Apóstoles harán lo mismo. Más aún, mediante la imposición de manos de los Apóstoles el Espíritu Santo nos es dado. Este signo de la efusión todopoderosa del Espíritu Santo, la Iglesia lo ha conservado en sus epíclesis sacramentales.

“Y  se extrañó  de su falta de fe”.

Jesús se entristece por la falta de fe de los de Nazaret, de la falta de fe de sus propios familiares. Jesús está también extrañado ante la falta de fe de nosotros. ¡Aumenta, Señor, nuestra fe!

Dios invisible  nos habla como a amigos, movido por su gran amor mora con nosotros para invitarnos a la comunicación consigo y recibirnos en su compañía. La respuesta adecuada de cada uno de nosotros a esta invitación es la fe. Por la fe, nosotros sometemos completamente nuestra inteligencia y nuestra voluntad a Dios. Con todo nuestro ser damos nuestro asentimiento a Dios, obedeciéndole, sometiéndonos  libremente a su palabra.

El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella. Los discípulos de Cristo no debemos sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla  ante los hombres y en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia.

“Y recorría los pueblos de alrededor enseñando”.

Para quien la contempla rectamente la vida entera de Cristo fue una continua enseñanza: su silencio, sus milagros, sus gestos, su oración, su amor al hombre, su predilección por los pequeños y los pobres, la aceptación total del sacrificio en la cruz por la salvación del mundo, su resurrección, son la actuación de su palabra y el cumplimiento de la revelación.

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