Comentario del Evangelio

Comentario del Domingo XVI del Tiempo Ordinario|Marcos 6, 30-34

En este Domingo XVI del Tiempo Ordinario, Monseñor Rafael Escudero López-Brea, Obispo de la Prelatura de Moyobamba, presidirá la Celebración Eucarística en la Catedral de Moyobamba.

“En aquel tiempo, los apóstoles volvieron a reunirse con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y enseñado”.

Los apóstoles de Jesús acababan de vivir también una apasionante experiencia: por vez primera el Maestro les había enviado a predicar solos. Y habían regresado, a la vez, felices y cansados. Estaban hambrientos de soledad para comentar con Jesús esta su primera aventura apostólica.

Después de la acción viene el compartir con Jesús en la oración, en la Eucaristía, en la adoración, al acabar el día. ¡Ayúdanos, Señor, a revisar contigo nuestras vidas!

“Él les dijo: vengan ustedes solos a un sitio tranquilo a descansar un poco”.

el descanso de los suyos. Era lógico que Jesús sintiera necesidad de huir y de buscar un lugar tranquilo para poder conversar a gusto con los suyos del Reino de Dios. Por eso decidieron embarcar hacia lugares
más solitarios.

Jesús quiere que descansemos con él, en el silencio, en la soledad. Porque Jesús es nuestro descanso y
nuestra paz. ¡Hay mucho que hacer! Mucho que hacer en las familias, en el trabajo, en los distintos campos de la acción apostólica y misionera de la Iglesia.

Ir con Jesús a un sitio tranquilo es dar un espacio diario a la oración, la meditación y la contemplación del
Señor. Significa contarle las cosas que hacemos y vivimos, nuestras alegrías y tristezas, nuestros proyectos e ilusiones.

“Porque eran tantos los que iban y venían que no encontraban tiempo ni para comer”.

“Se fueron en la barca a un sitio tranquilo y apartado”. La barca de Jesús bogó aquel día sin prisas y los
apóstoles tenían muchas cosas que contar a su Maestro. Por eso, cuando se aprestaron a desembarcar se
encontraron con que quienes venían a pie habían llegado antes que ellos y que esperaba una verdadera multitud. Era ya más del mediodía cuando la barca tocó la orilla.

“Muchos los vieron marcharse y los reconocieron; entonces de todos los pueblos fueron corriendo por tierra a aquel sitio y se les adelantaron”.

Impresiona realmente ver a Jesús permanentemente asediado, agobiado, acosado por las multitudes. Las muchedumbres le seguían, todos andaban buscándole, venían a él de todas partes, tanta gente le seguía que no podían ni comer, ni siquiera cuando estaba en apartadas regiones podía ocultarse de sus seguidores, cuando le encontraban, le retenían para que no les dejara.

Esta multitud al conocer y oír a Jesús reacciona con entusiasmo, temor, maravilla y acción de gracias a
Dios. Y ese entusiasmo de muchos ¿se convertía en fe? ¿Le admiraban sólo o creían también en él? Para
muchos, Jesús era el profeta que esperaban. En algunos casos llegaban a la fe. Pero era la de las multitudes una fe muy vacilante. El propio Jesús no se fiará de ella. Muchos le fallarán cuando predique
algo incomprensible para ellos. Y toda esa multitud entusiasta se dejará fácilmente convencer por los
príncipes de los sacerdotes y terminará abandonando a Jesús.

¿Por qué esta volubilidad? Porque buscaban mucho más los milagros que la doctrina que Jesús les
predicaba. E, incluso más que por los milagros o por el aspecto espiritual de éstos, por los beneficios
materiales que de ellos se derivaban.

“Al desembarcar, Jesús vio una multitud”

¿Y qué es lo que siente Jesús ante las multitudes que le rodean? Estamos penetrando en el mismo corazón de Cristo. ¿Qué siente, qué experimenta Dios, el Todopoderoso, cuando, dejado el esplendor glorioso de su cielo, desciende a la tierra y se mezcla con el dolorido mundo de sus hijos? ¿Cómo contempla a esa humanidad doliente, a toda esa montaña de tristezas del mundo?

Jesús se conmovió al ver el entusiasmo de aquella gente. Por eso Jesús se olvidó entonces de sus deseos
de soledad y se deja acaparar y comer por las gentes, permite que le estorben sus planes y sus proyectos.
Comprendía que en todos ellos -junto a la curiosidad y el egoísmo- había también un deseo limpio de encontrar una verdad y un amor. Siente dolor por su ceguera y su pecado. Piedad por su abandono y su
soledad. Ternura por su pequeñez de hijos inermes. Compasión por su vida sin vida. Misericordia por su
pobre condición.

Sí, todo eso. Todo eso junto y unido. Deja atrás la cólera. No cabe en él forma de desdén. Dejaría de ser
Dios si se desinteresara. No cabría en su corazón el desprecio. Carece de capacidad para la amargura.
Sólo le queda la ternura. Lo propio de un padre. Lo característico de nuestro Dios.

El evangelio resume su reacción ante las multitudes con la palabra “compasión”. Es la ternura del que, al
sentirla, la comparte. La de quien se siente reblandecido por dentro, conmovido hasta las lágrimas, al ver
que sufren los que ama: “y sintió compasión de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor” ¿Se ha dicho alguna vez algo más hondo sobre la humanidad? No, el hombre no es malo, ni está corrompido. Está solo, decaído, desanimado, fatigado, perdido. Vaga por la vida sin saber que vive. Vegeta en la vulgaridad porque ni tiene fuerzas para descubrir su propia grandeza. Vive como durmiendo. Por eso Jesús mira a la multitud como se mira a los niños que juegan o que duermen. Con una ternura inmensa. Como una madre que, en el sueño, se inclina sobre sus hijos, buenos y malos, porque todos son suyos. Con una ternura compasiva que le llena de lágrimas los ojos.

Bajó de la barca; subió a uno de los altozanos próximos a la orilla, se sentó “y se puso a enseñarles muchas cosas” ¿Y qué les ofrece? Lo que tiene: su poder de curación, su palabra con autoridad. No se
cansaba de anunciar el Reino. Pero les ofrece, sobre todo, un lugar de reposo: su propio corazón. Porque
Dios y su amor son el mayor de los milagros y la más segura de las curaciones.

Y las gentes no se fatigaban de oírle. Hablaba con un tono tan sencillo que todos le entendían. No echaba
discursos, conversaba. Iluminaba sus pequeños problemas de cada día. Y ni él ni sus oyentes se dieron
cuenta de cómo pasaba el tiempo.

Busquemos también nosotros este encuentro con Jesús y digamos con San Juan de la Cruz:

“Gocémonos, Amado,
y vámonos a ver en tu hermosura
al monte o al collado
do mana el agua pura;
entremos más adentro en la espesura”.